El día que Fernández conoció el mar.
Fernández era igual que todo el mundo. Sólo lo diferenciaba el hecho de que, hasta muy tarde, aún no conocía el mar. Siempre le preguntaban por qué no lo visitaba si estaba tan cerca. "Algún día voy a ir", contestaba él encogiendo sus hombros.
Le habían dicho que era de lo mejor. Que era azul e inmenso y que mirarlo era como mirar el fuego; que las olas venían incesantemente una tras otra azotándose contra la orilla y produciendo un ruido en un comienzo ensordecedor pero que, más tarde, se convertía en un sonido hipnótico y relajante.
Le habían contado también que, al entrar en él, el mar refrescaba de una manera distinta a ríos, lagos o piscinas; que después de unos minutos, el frío del agua calaba los huesos y que, al probarla, ésta era salada.
Fernández había escuchado también que al finalizar el día, el sol, inclemente hasta pocos minutos antes, sucumbía ante el inmenso azul del mar y se sumergía en él pintando el paisaje con los más bellos colores y produciendo un espectáculo que ningún pintor podría emular.
Varios años más tarde que el resto de sus compañeros, Fernández conoció el mar. Al verlo, le pareció que éste era azul e inmenso y se quedó mirándolo como quien contempla al fuego. El constante estallar de las olas primero lo ensordeció pero, minutos después, lo relajó e hipnotizó.
Se acercó a la orilla y se mojó hasta las rodillas. Se sintió fresco, sin embargo, el frío caló sus huesos.
Probó unas gotas desde su mano izquierda y las sintió saladas.
Al finalizar el día, el sol se comenzó a hundir en el mar, dejando como huella un cielo teñido de múltiples e inigualables colores.
“Nada nuevo...”, pensó Fernández.